Cada partido, la pelota abrochada a su pie izquierdo se desprendía de él como una luz que iluminaba el camino de las jugadas, que él ya había visto segundos antes. Siempre a la espera de que vuelva. Todo fue hacia su interior. Ahí, en esa luminosidad embarrada, de potrero, vive Messi su partido desde que debutó: en esa fortísima guarida, en su intimidad, fuente inagotable de fútbol. No importan ni el tiempo ni las limitaciones, ni las ligas ni los rivales. Él busca dentro de ese manantial y saca agua pura. Agua de la que viven muchos; claro, los verdaderos dioses son bondadosos y bienaventurados: cuanto más dan, más se enriquecen.
Entonces se ensimisma y el campo se hace nítido ante sus ojos. Elimina a uno, y a otro, y a otro más. Toca a un palo. Gol. Uno y 850 goles. Fuerte, despacio, por abajo, por arriba, de lejos, de cerca, en carrera, parado, de zurda, de derecha, mordido, con la mano y de pecho. Con ese corazón bien argento, bien rosarino y un poquito catalán. Pueblo que lo cobijó cuando más lo necesitaba, cuando no era Messi, cuando era Leo. Y allí fue más que Cruyff —al menos como jugador—, Ronaldinho, Rivaldo, Romario, Kubala y Maradona.